Wednesday, January 8, 2014

El Suéter (y María)


Entonces en ese momento nos dimos cuenta que el dolor no es sólo eso que sentimos cuando nos caemos de la bici a los siete años, ni eso que nos cala en la garganta cuando ves a tu amor de la secundaria darle un chocolate a alguien más, ni eso que nos abraza cada que algo nos decepciona, tampoco es eso que sientes cuando te castigan por llegar tarde a tu casa, ni mucho menos eso que nos golpea el ego cuando el equipo rival anota el gol ganador y tu equipo pierde la final, no, es mucho más, ése "dolor", el dolor es la vida, la vida sola, o con ella, ésa, la vida, la vida que duele (y qué rico duele).  



Por la vitrina de una tienda del centro comercial vi su cara, por poco la confundo con la de un maniquí esbelto y fabricado con medidas precisas para ser entallado por las más finas prendas de aquella tienda de diseñador francés. Detuve el paso cansado para ubicar de nuevo mis ojos en lo que pensé que había sido una proyección de mi mente medicada. Mi mente no me había traicionado, era una figura preciosa la que se medía sobre la ropa un suéter grande (como después descubriría que le gustaban) frente a los espejos de la tienda en la cual yo ya me encontraba caminando curiosa y muerta de ganas por saber su nombre. 

-Te queda grande- le dije intentando ser indiferente pero la sonrisa me comía los ojos. 

-Me gusta que el suéter me llene a mí y no al contrario- me contestó no sé si molesta o entretenida con mi repentina aparición- y a ti, ¿te gusta el café negro o con leche?- me preguntó ahora con una sonrisa pícara que invadía su cara. 

-A mí me gusta negro y cargado- dije- pero me gustaría mucho más que me acompañaras a tomarlo, ¿vamos? 

Logró sonreír aun más con los cachetes sonrojados, (como después descubriría que se prenden cada que le sonríe el alma) afirmó con la cabeza algo despeinada mientras sostenía el suéter en sus manos.

-¿Te gusta?- pregunté y ella me contestó con otro tono de rosa más intenso en sus cachetes. Tomé el suéter de sus manos que se sentían nuevas en las mías y me dirigí a la caja registradora y ella se quedaba aún muda. Envuelto en papel y dentro de la bolsa de la tienda se lo entregué- ten, para que siempre sientas que te abrazo.

-María- me extendió la mano derecha presentándose con ese nombre que le quedaba perfecto a sus ojos olivo y su cabello miel, entonces me dio un apretón queriendo sentir aun más que mi mano- qué gusto, y qué gusto tenerte aquí- me dijo tomando la bolsa de mis manos mientras rozábamos de nuevo. 

-"La que te abrazará siempre"- le dije sonriendo presentándome así, haciéndole saber que nunca la soltaría, sabiendo que era el comienzo de un abrazo eterno. 

Fueron esos escalofríos, ese palpitar en la panza, esas voces en el corazón que gritaban hambrientas, ese temblar en la cabeza, ese alborote en el sistema. Fue eso lo que causó un ligero roce de nuestros cadáveres, ya estábamos muertas, claro, pero eso aún no lo sabíamos. 

Llegamos al café más cercano del mismo centro comercial, era correcto caminar a su lado, eso lo sabía mejor que mi nombre. Ella siempre tomaba café, (como notaría después de incontables mañanas a su lado) también era experta en temas por los cuales a mi me gustaba vagabundear en mi tiempo libre. Hablaba y escuchaba una voz con un toque de justicia y picardía y si ponía mucha atención en las últimas palabras de cada oración que cantaba podía notar una cierta niñez que maduró precoz, se revolcaba en mi mente manchando cada holgura de mi entendimiento con sus palabras. Ahí con ese olor a tabaco y café, aún huele (y qué rico huele), nos tomábamos la taza cargada con un aroma distinguido y fuerte, nos tomábamos la mano también, y la vida, esa que ahí tomábamos y sabíamos que nunca podríamos dejar ir, esa vida duele (y qué rico duele). 


Continuará. 



-Mariana Balderrama Prieto










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