Wednesday, May 22, 2013

Espejo

Abrí los ojos en la penumbra del sofocado cuarto, sentí como el calor me abrazaba y la abrazaba a ella también robándome sus brazos como si alguna vez hubieran sido míos. Fueron míos. O al menos eso pensé antes, durante la madrugada de sábado, mientras nos entregábamos a la oscuridad de la noche sin luna. Por lo menos las nubes sirvieron de pantalla cubriendo el acto. Ella, impasible, postrada en ésa cama que fue testigo de las ilicitudes hacía sólo unas horas atrás, parecía reírse de nosotras en sus sueños.

Las sábanas se encontraban alborotadas, y al olerlas me percaté del aroma a tabaco de nuestros cigarros viejos y del perfume de su cuerpo. Su cuerpo. Nunca habría imaginado que llegaría el momento en que su cuerpo desnudo se encontrara imperturbable a mi lado. Tampoco me hubiera imaginado estar irremediablemente enamorada de ella, mi amiga. Amiga... La palabra suena tan fachosa después de todo.

Aun dormida podía notar su altivez tan propia de ella, como siempre. Ése descaro tan suyo y ése orgullo tan mío. De ninguna forma permitiría que sus palabras volvieran a escarnecer mis sentimientos. Tantas veces lo había hecho, y yo lo permití. No más. Ya no.

Recordé las palabras que algún día articuló con tanta frialdad:
-Primero muerta que estar contigo.
-¿A qué le temes?- Le pregunté aquel día con la decepción entre las lágrimas.
Ella nunca contestó la pregunta, hasta el momento en que con el pudor fuera de sí, tomó el valor para decir jadeante:
-Tengo miedo de mí.

Eso fue todo. Su miedo siempre lo interpretó como algo repugnante, enojo hacia mí, rabia hacia su propia mente que le ordenaba lo contrario a lo que sus principios le indicaban. Se desahogó en sus pensamientos y en el alcohol. Y en el humo. Y en las lágrimas. Y en su miedo. Y en ella. En mí. Tal vez fue más ahogo que otra cosa, pero pasó.

Contuve las ganas de besarla otra vez. Por un momento me invadió el temor de su reacción al despertar. Entonces pensé en qué seria si no despertara. Le evitaría tantas culpas. Pero no, la amo. Era inconcebible pensar en la idea de ella inmóvil por siempre en ésa cama, la mía, o la suya, de las dos.

Decidí que si tenía que acabar, acabaría con música, la mía. Con la cautela del mundo puse un pie fuera de la cama, el izquiero primero pues siempre ha sido un placer llevarle la contra al mundo pero aun más a las costumbres estúpidas. Levanté con mayor cuidado mi cuerpo de la cama. Tuve tanto cuidado de no romperla a ella en el silencio que hasta pareció absurda mi forma de inhalar y exhalar el aire. Una vez de pie hice mi mejor esfuerzo para no provocar ni el más mínimo ruido en la exánime habitación. La vi, a ella, a Greta. Me abracé a ella de la misma manera que horas antes me había abrazado a las caderas de la durmiente que en mi cama se encontraba. Regresé con maña al pie de la cama, evitando pisar nuestra ropa que se encontraba revuelta en el piso de madera de bambú brasileño. Me senté junto a ella, examiné hasta el más mínimo detalle, las cicatrices que siempre conocí pero nunca vi de cerca pues la ropa y el pudor las cubrían. Después, con un leve suspiro que se escapó de mi boca, comencé a tocar lo que sería mi última melodía. Procuré disfrutar cada arpegio y acorde que las cuerdas de Greta pronunciaban. 

1... 2... 3... 

Terminé la canción, su favorita. Suspiré...

Tu vida acabó. 

Adiós, Mariana.

Y hoy, aquí, recojo los pedazos del engañoso cristal que por tantas noches reflejó en mí los demonios que me hacían amarme. 

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